Siempre son los mejores
Siempre son los mejores
 
Antonio Trejo
 
Siempre son los mejores quienes parten, como se cantaba en la guerra civil de El Salvador, y el reto es si nuestra vida está a la altura de los que faltan. Ello porque la prensa internacional recoge varias muertes que recuerdan, en primer lugar, nuestro efímero paso por este mundo y la urgencia de hacer, de ser de cada uno, de definir lo que somos y lo que queremos. Es esa extraña sensación de que hay que apresurar el paso porque no se sabe si alcanzará el tiempo.
 
Pero además, son figuras que dan esperanza, porque muestran que no está lejos la bondad en el ser humano, que no todo está perdido, que a pesar del mal encarnado en la guerra, la pobreza, el hambre y la muerte en sus tantas manifestaciones, hay pequeños actos de justicia, realizados por hombres que optaron, en la oscuridad, por llevar una vida de luz, si se me permite la alegoría.
 
El primero de ellos es el legendario Ryszard Kapuscinski, considerado el mayor periodista del siglo XXI, y un ejemplo para todos los que ejercen este oficio. Para quienes cursaron esta carrera en la UNAM, fue obligada la lectura de Ébano, El sha o la desmesura del poder, El emperador o La guerra del futbol, entre sus más de 20 textos, mismos que pese a su maestría no le valieron el Premio Nobel, como si se tratara de un arte menor.
 
Muchas son las andanzas de este personaje por el entonces llamado Tercer Mundo, entendido así bajo la lógica de la existencia de la Unión Soviética –a la que también se encargó de reseñar en su colapso–, sobre todo por África, de la que guardó una entrañable relación; pero sus pasos también lo trajeron a México. Al igual que Oriana Fallaci –la cual merece un artículo entero–, siempre estaba donde debía estar.
 
No hablaré más del número de países que Kapuscinski visitó ni las veces que arriesgó el pellejo por hacer su trabajo, porque eso no lo pinta de cuerpo entero, sino su capacidad por utilizar los sentidos, por imbuirse entre los ciudadanos de a pie, por consignar los detalles de aquellos que sufren, por darles voz a quienes los titulares se lo niegan. Ese quizá es su legado: el reidentificar y recalcar que es el hombre la esencia de la información.
 
El segundo es el abate Pierre, considerado la conciencia social de Francia, fundador de los hermanos traperos, dedicados al servicio de la escoria entre la escoria social: drogadictos, alcohólicos, prostitutas, niños en situación de calle y, sobre todo, de pobres sin casa. Fue así como se hizo famoso en el invierno de 1954, cuando lanzó su llamamiento a la “insurrección solidaria” para impedir que más gente muriera congelada en París.
 
Pese a su frágil salud, vivió una vida de aventura: fue miembro de los partisanos que combatieron a los nazis, quienes estuvieron a punto de fusilarlo y no lo hicieron por verlo enfermo; se hizo capuchino, fue diputado y se puso al frente de diversos movimientos a favor de los “boat people” de Vietnam, las víctimas de Biafra, de las guerras étnicas africanas, la descomposición de los Balcanes, los sin techo, los inmigrantes desesperados, las familias sin hogar, los ex presidiarios, los fuera de la ley.
 
Este moderno san Vicente de Paul sin embargo, con toda seguridad no será canonizado, pues a pesar de su vida de sacrificio y solidaridad, siempre chocó con la disciplina de la jerarquía, al aconsejar el uso del condón y romper el celibato sacerdotal. “El mayor dolor para un cura es el celibato por cuanto le condena a renunciara a la ternura de una mujer”, llegó a confesar.
 
Por último, el asesinato del periodista turco-armenio Hrant Dink, quien fue ultimado por un ultranacionalista, un joven de apenas 17 años de edad, embebido en las doctrinas del odio, de ver el mundo en blanco y negro, situación que tensa la delicada situación de Turquía, que intenta demostrar que posee las condiciones sociales y políticas que la Unión Europea le exige para integrarla.
 
Dink cayó frente a las oficinas del semanario Agos, del cual era director, en pleno centro de Estambul. Se había caracterizado por su compromiso con el diálogo entre turcos y armenios, en una nación que condena la referencia al “genocidio” de armenios cometido en Anatolia entre 1915 y 1917 por el Imperio Otomano, que según los agraviados arrojaron un saldo de un millón y medio de víctimas, y de 500 mil y 250 mil según el Estado turco.
 
Su figura viene a colación porque hacen falta plumas centradas que llamen, como lo hizo Hrant Dink, a la moderación, tanto de los que reclaman como de los inculpados, a unos pidió reformar el código penal que castiga a quien denigre el carácter turco –lo que convierte en delincuentes a la mayoría de los intelectuales, como le sucedió al recién merecedor del Premio Nobel de Literatura Orhan Pamuk– y a otros les exigió no exagerar la maldad de los dominadores y no herir a la nación con una inminente condena de Estados Unidos a ese pasaje de la historia.
 
Estos obituarios recuerdan que hacen falta años para lograr en un hombre el criterio y la sabiduría, pero bastan segundos para segar una conciencia crítica, un pensamiento que aspire a lo universal, y a veces el sólo hecho de desearlo es peligroso, pero no imposible; no hacerlo significaría pasar cegado por la vida.
 
 
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