Los códigos de la estulticia

Los códigos de la estulticia

¿Por qué leen los jóvenes El Código Da Vinci?

Antonio Trejo

El peor error que puedes cometer en el mundo editorial es querer transformarlo. Se trata de vender libros.
Michael Korda, director literario de Simon and Schuster

Falta poco para que El Código Da Vinci sea declarado obra de consulta obligada en las universidades y centros de educación superior de México y el mundo, y los más pesimistas advierten en sus páginas el fin de la ciencia de la historia, la rendición de las disciplinas sociales a las leyes del mercado, y el abandono del concepto de civilización como planteaba la modernidad.

Reconocer la oportunidad es una de las premisas del capitalismo y por eso la obra ha superado una a una las objeciones de los lectores serios, y con ello se ha convertido en el primer y único acercamiento de los jóvenes de todo el orbe a los cimientos de Occidente y a su devenir, con tan mala fortuna que al no tener acceso a la educación y la cultura, no pueden distinguir entre verdad y ficción en una sociedad que ha perdido la brújula.

El que El Código haya vendido más de 36 millones de ejemplares en 44 lenguas, y su autor, Dan Brown, de 41 años, generado ingresos estimados en torno a los 300 millones de euros a su casa editorial, Random House, reclama un análisis más allá de la crítica literaria fácil, de la apología ante los argumentos anticristianos que se enfundan, o de descalificarla por haber pervertido las finanzas del sector editorial.

Un ejercicio sereno de reflexión muestra los elementos de este título. Para abordar su gran éxito de ventas y de influjo entre los eruditos, que se han visto tentados a recurrir al escándalo y a hacer a un lado la seriedad del oficio, se debe entender que la agresión directa es para la masa, porque el texto busca demoler sus criterios, sus certezas ideológicas y morales, y a cambio, le devuelve la adicción por los best-seller.

Las tesis enarboladas no son nuevas, quien revise los postulados de las escuelas de interpretación del siglo XVIII, observará ya los tópicos cristo y eclesiológicos abordados en El Código. Por eso insulta que se quiera festejar la novedad del tema, aunque no se debe confundir con la mezcolanza de fuentes y estilos, procedentes de la tradición narrativa del thriller, la novela negra y policiaca, y los aderezos del new age, que requeriría de un capítulo aparte, para distinguir los retazos de ocultismo, neopaganismo y cultos primigenios a la diosa blanca.

La primera conclusión es evidente: es historia a la carta, una suma de obras de diverso calado, que incluye lo mismo fragmentos de investigaciones serias sobre los orígenes del cristianismo, las sectas esenias –relacionadas con los descubrimientos de los Rollos de Qumrán–, gnósticas y heréticas de los primeros siglos de la era común, cuyos tópicos son comunes desde hace centurias en los estudios de religión de todo el mundo, hasta reminiscencias y paradigmas procedentes de los movimientos más groseros del esoterismo, cuyos mismos aficionados desprecian por su vulgaridad.

Sin duda representa el triunfo de la posmodernidad, la sustitución de la ciencia de la historia por un género indefinido, que da triunfo a las teorías conspiratorias sobre el asesinato de John F. Kennedy o la llegada del hombre a la Luna, y es hijo del revisionismo negador del Holocausto y las infamias de los regímenes soviéticos o polpotianos. En esto se hermana con Los protocolos de los sabios de Sión o Mi lucha.

Si bien ataca a una de las instituciones más oscuras del catolicismo conservador, como el Opus Dei, fundado por Josemaría Escrivá de Balaguer, ideólogo del nacional-catolicismo en la España de Francisco Franco, continúa con la atávica tendencia de identificar a los otros como fuente de las desgracias universales, en perpetua lucha contra las fuerzas del bien, que por supuesto son quienes lanzan el infundio. Figuraciones de este tipo se han esgrimido siempre contra diversos grupos, envidiados por su influjo en la sociedad o singularidad de vida, como los jesuitas, judíos, masones, comunistas, o más recientemente, contra los chivos expiatorios del capital, los terroristas.

Que proliferen estas obras es signo de estulticia. Además, ha generado tantos recursos y émulos, además de seguidores entre los historiadores serios, que se plantean dos escenarios: seguir por esta ruta, de satisfacción del morbo, de complacer los prejuicios de grupos desvariados y de editoriales sin escrúpulos que no saben que con estas ganancias socavan su propia existencia, o acercarse a estos fenómenos bajo la égida de estudiosos con una disciplina científica. No hay más.

La quema de libros nunca será remedio para nada, mucho menos para deshacerse de los malos textos, que también sirven para aguzar la razón y combatir sus sofismas, pero servirse de la ignorancia para lucrar es inmoral, para decirlo con todas sus palabras, aunque de antemano se sepa que el argumento será acallado ante la evidencia de los millones recaudados, que no conocen patria, compromiso ni lealtad para con nadie, mucho menos para la civilización.

Esos son en realidad sus parámetros de cientificidad: la búsqueda de mayores ingresos, y no de aportar mayores datos y pistas sobre el pasado. Qué peor herencia para la posteridad que una falsificación de su devenir.

 

 

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