Mutilados de guerra
Mutilados de guerra
Antonio Trejo
 
La relación del conocimiento con el poder y quienes lo detentan siempre ha sido piedra de toque en la historia de la humanidad. Ya los filósofos griegos discutían bajo qué modelo educar a los jóvenes y quién se encargaría de esta tarea. Siglos después, Nicolás Maquiavelo reflejaría con descarnada elocuencia, el lugar que los príncipes conceden al saber.
 
Empero, la atracción que los líderes ejercen sobre los pensadores ha llevado a más de uno a perderse en su vorágine. Martín Heiddegger sucumbió ante Adolfo Hitler; las manos del führer, decía, le habían llevado a una repentina conversión al nacionalsocialismo. Más que un pretexto baladí, era la verdad, porque no hubo ni habrá mayor elocuencia que la fuerza.
 
Muchos ejemplos podrían ilustran el eterno drama del intelectual por encontrar su papel en la sociedad, pero en un punto coinciden todos: en épocas de crisis, cuando la inestabilidad social o económica es patente, siempre tenderán a justificar gobiernos de mano dura que reimpongan el orden, o se volverán los ideólogos de los Mesías de ocasión, aunque luego ellos mismos sean las primeras víctimas del autoritarismo que avalaron. En todo caso, su utilidad terminará siempre por incomodar al amo.
 
Quizá la historia más elocuente de esa imposible empatía entre razón y sangre la exprese Miguel de Unamuno en la Guerra Civil Española. En el primer cuarto del siglo XX, este bilbaíno, al igual que José Ortega y Gasset, Vicente Blasco Ibáñez o Ramón del Valle-Inclán, llegaron a simpatizar con los regímenes fuertes que prometían terminar con las rebeliones anarquistas y regionales que asolaban a la península. Pero una vez avanzada la dictadura, muchos de ellos conocieron el destierro o fueron perseguidos y acallados.
 
Si bien este filósofo hizo un llamado en 1936 a la intelectualidad europea para apoyar a la rebelión militar de Francisco Franco, su decepción no pudo ser mayor cuando en el inicio de cursos de la Universidad de Salamanca, de la que era rector –a unos meses de estallado el fratricidio–, uno de los profesores calificó a Cataluña y al País Vasco como “cánceres en el cuerpo de la nación”.
 
Ese 12 de octubre –según relata el historiador Hugh Thomas– se encontraban en el presidium entre otros, la esposa del Caudillo y el general José Millán-Astray y Terreros, fundador del Tercio de Extranjeros, y famoso por sus lemas "¡Viva la Muerte!" y "¡A mí la Legión!".
 
Unamuno respondió, obviando la ofensa contra esas regiones: “El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”.
 
En ese momento Millán-Astray exclamó iracundo: “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, aclamado por los falangistas. Unamuno continuó: “Este es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”.
 
Este hecho le valió caer en desgracia y morir meses después bajo arresto domiciliario en la misma ciudad. En tanto, Millán-Astray fungiría como jefe de Prensa y Propaganda del Franquismo. Hoy, 70 años después, este relato –contado una y mil veces, pero por lo mismo olvidado– continúa siendo incómodo para todos: para quienes buscan el poder a toda costa y para los que viven de prestar su conciencia.
 
 
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