Los eufemismos del poder
Los eufemismos del poder
 
Antonio Trejo
 
Ninguna otra cultura como la mexicana posee tantos eufemismos para disfrazar la vida cotidiana; para ello utiliza diminutivos, frases a medias y múltiples sentidos para una sola frase, ingredientes de lo que se ha llegado a constituir como la cultura del disimulo. Toda la política de México consiste en agazaparse, lanzar mensajes cifrados para confundir y alertar, mover las delicadas piezas del ajedrez y “madrugar” a los oponentes.
 
Son reminiscencias del pasado. Sociólogos, filósofos y demás especialistas han explicado esta forma de proceder como una reminiscencia indígena ante los conquistadores, ante quienes había que esconder los verdaderos sentimientos. Por ello se puede vociferar, lanzar las más duras imprecaciones, llamar a la insurrección, pero en “lo oscuro”, en los salones del poder, los agraviados permiten que los mismos de siempre tomen las decisiones que serán impuestas al resto de sus congéneres.
 
En este caso resalta la construcción lingüística del eufemismo, de la máscara del lenguaje para una realidad que en su miseria, muerte, deseo insatisfecho y frustraciones no deja otra salida más que la evasión, que se refleja en el habla, como si los catones y cicerones mexicanos tuvieran en su voz la fórmula para construir paraísos inexistentes y exorcizar la sordidez con la elocuencia empleada en los diarios, en la radio o en la televisión, o en los mismos corrillos de la política.
 
Por eso preocupa que en la actualidad las fuerzas partidistas se hayan enfrascado en una guerra discursiva –que no equivale a sustentar argumentos, sino a repetir dogmas–, donde el encono y la sinrazón, la falta de voluntad y la mezquindad han mostrado sus peores caras. Todos los bandos enarbolan consignas conocidas: la defensa de la legalidad, el apego a los dictados de la Constitución, el Estado de derecho, la prevalencia de la razón por sobre la fuerza, la legitimidad de sus acciones de acuerdo con la voluntad de las mayorías, y el actuar movidos en la búsqueda de los intereses más altos de la nación.
 
Todo ello es palabrería hueca, porque no persiguen sino el poder, hacerse del mando, definir quiénes y cómo han de tomar la conducción de todos los sectores del país. Este vocablo, en la redondez de su polisemia, consiste en saber quién ha de definir las cosas, y punto.
 
Aspirar al poder es legítimo, y hay todo un entramado legal para llegar a él de forma civilizada, sin derramamiento de sangre, a base de alianzas y estrategias, pero ello no explica a profundidad las actuales desavenencias y las del pasado, que se definieron a través de matanzas, conspiraciones y traiciones, y para su cabal comprensión habría que sumergirse en las entrañas de este monstruo.
 
Qué significa hacerse del poder en México. En primer lugar supone impunidad, el no poder ser tocado por nadie; supone disponer a discreción del dinero público, lo que equivale a gastar en lo que venga en gana; supone saltar todas las vallas morales y éticas sin rendirle cuentas a nadie, darle rienda suelta a los deseos sexuales, a poseer y disfrutar todas las comodidades posibles hasta el hartazgo y sin que cuesten un solo peso. 

Significa conseguirlo todo, satisfacer a plenitud todos los deseos a los que pueda aspirar un ser humano en su vida y hasta veinte generaciones más. Significa tener la vida resuelta, y no sólo eso, sino volverse un dios o semidios adicto al mando, a decidir sobre seres y bienes; por eso es tan tentador.
 
El poder se vuelve entonces tan atractivo y estimulante como cualquier droga, y cómo no, si los aduladores repiten cada día, a toda hora y en cualquier circunstancia: “usted es dios”, “usted todo lo sabe”, “hasta cuando va al baño huele bonito”, “nunca se equivoca”.
 
Cualquier ser humano con una alta responsabilidad, encerrado en los espacios oficiales –llámense palacios, residencias, oficinas de gobierno, sedes de poder–, rodeado de burócratas y guardias pretorianas, termina por creerse los halagos y, secuestrado de la realidad –a la que sólo tiene acceso mediante los resúmenes ejecutivos de sus palaciegos–, pensar que vive en el mejor de los mundos posibles; de ahí a la locura o a la enajenación hay un solo paso.
 
Esto explica por qué cualquier persona con un cargo público en los ámbitos presidencial, estatal, regional, municipal o delegacional, aunque estuviese en el menor de los puestos, en la demarcación más depauperada, en el último de los peldaños del engranaje, adquiere y tiene acceso al poder –a una ínfima franja de él si se quiere, pero poder al fin–, y cómo desde ahí aplasta con sus zapatos raídos a quien no lo tiene, convertido en nada.
 
 
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